Subí. Había echado una rápida carrera hasta la parada. Lo había visto venir y también vi la parada. No era cuestión de perder esa oportunidad. Ya desde lejos me había enamorado de sus formas, de su color. Color taxi New York, creo recordar, ¿o era de madera bruñida, bien barnizada? La memoria es de cristal. Frágil. Y la luz la atraviesa llevándose los recuerdos almacenados. Hablo del tranvía. Debo precisarlo. Amarillo. Ese color, supongo, es el que tenía, ¿o era madera?
No recuerdo bien, tampoco, mi actuación ante el conductor-revisor. Es probable que le haya dado un billete válido para diez desplazamientos, algunos de ellos ya consumidos. No. No recuerdo. Tal vez fuera una tarjeta magnética. Debiera recordarlo… pero no.
Me senté en el lado derecho, en la dirección de la marcha, que parecía tener mejores vistas. Me senté donde estaba la gente, y al tiempo que lo hacía, tomé un periódico que alguien habría dejado allí por descuido, o a propósito, para que otra persona pudiera entretenerse. La República. Eso lo sé al ver la foto, no es que lo recuerde. Me gusta la república.
Ensimismado, no percibí que mis compañeros de viaje me miraban con interés, con un cierto descaro. Tal vez estuvieran dándose cuenta de que no sabía italiano. El caso es que hacía intentos por comprender lo que le pasaba a ese país que tenía un pequeño dictador. Pequeño de estatura física y pequeño de estatura ética. No me cabía en la cabeza.
De vez en cuando echaba alguna mirada a las curiosas lámparas del autobús. No, no. Del tranvía. Iluminaban el interior de una forma incierta, compitiendo con un recién nacido sol primaveral. Un cinco de abril es primavera. También lo sé, la fecha, por la fotografía. Resulta que las fotografías tienen más memoria que yo. Debo prestar más atención a esa foto, a los más nimios detalles, que alguno puede ser significativo.
Me dirigía a la Piazza del Duomo. Alguna cosa tendría que hacer allí. He rebuscado entre mis cosas y he encontrado algo. Sí. El post número 150, Dos niños en Milán. O sea, resulta que ya se va centrando mi memoria. Miro la foto con más detenimiento. La sorpresa es mayúscula. Ese que lee La República no soy yo. De hecho, no se me parece en nada. Supongo que él si sabrá leer italiano. ¿Cómo se habrá colado en mi memoria? Lo que si es cierto es que estuve en Milán. Es indudable. Incluso escribí una breve reseña con algunos tópicos adornados con un tinte especial. Debían aparecer pero de otra forma, de una forma insinuante. Hasta recuerdo la foto de aquellos dos niños sentados en el bordillo. Curiosa foto. Eso creo.
El tranvía traquetea. Dos railes, paralelos, se van desplazando bajo sus ruedas. Por el aire, unos cables viajan en sentido contrario a mi mirada, cuando la asomo por las ventanillas. Los edificios se mueven, también, a los sones del tranvía. Algunos de ellos tratan de detenerse para que pueda observar mejor su belleza. Una belleza arquitectónica fuera de toda discusión, realzada por los brillos de un suelo recién regado. Blancos y negros de un neorealismo italiano. En las aceras, algunos mendigos duermen la soledad de tempraneros viandantes, al abrigo de lujosos escaparates. Su soledad, la de los mendigos, sólo es aparente. Tienen su mundo propio, uno que jamás llegaremos a comprender… o no nos interesa. Tampoco comprendemos nuestra soledad.
Los turistas han madrugado. Tienen que llenar la Piazza cuanto antes, para desalojar a las palomas, competir con ellas por el suelo. Los japoneses ya están disparando sus cámaras. Disparos incruentos.
Voy hacia allí. Muy a mi pesar, soy un turista, uno de ellos, también. Eso creo, ya que no soy milanés. Eso si que es una certeza.
Leer en un tranvía es una hermosa forma de recordar que el día del libro es todos los días del año. ¿Del libro?.... mejor, de la letra impresa.
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515·CR152·120424 · Leyendo en el tranvía ©2012 708080405-C5472-Milán-Tranvía-w ©2008 link: Dos niños en Milán |
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